CHAMANISMO SIBERIANO. Un camino señalado por el espíritu

De camino al campamento del Gran Chamán Kuday Kam, el joven Saosh Yant aún desconocía donde lo encontraría esta vez, pues, el sabio chamán, por Fuerzas que sólo él conocía, trasladaba con frecuencia su vivaque, yendo de un espíritu local a otro. Llamaba a estos espíritus Ayami, protectores de cada lugar. Cada sitio tenía su Ayami, con su carácter propio. Desde los pies del monte Altái y hasta el punto donde el río Katún cruza la carretera de Chuyskiy habitaba un espíritu alegre, joven, una beldad jubilosa de sonrosadas mejillas, similar a la Diosa Umai, benefactora de la fertilidad y la abundancia. En la meseta de Ukok, en la región de Kosh-Agach, estaba una mujer sabia, noble y grandiosa, de soberbia presencia y penetrante mirada, con un parecido al Dios Tengri, deidad del mundo Supremo de la Eternidad. En el lago Teletskoye y sus inmediaciones, en el valle del río Chulyshman, semejante al Dios Erlik, señor del mundo de las tinieblas, del mundo de los muertos, se encuentra un espíritu severo, estricto e inabordable, de ardientes y abismales ojos negros. El valle de Uimonskaya y la región de Ongudái era el espacio de un espíritu bondadoso, liviano, afable y creativo, símil del Dios Ulguen, amo del Mundo futuro.

También había muchos otros Ayami menores, protectores de montañas, ríos y valles, que obedecían a su correspondiente patrono, uno de los cuatro Ayami mayores. Entre todos ellos existía una inmensa e invisible jerarquía que por ahora sólo conocía Kuday Kam. Saosh Yant moría de curiosidad en su deseo por saber cuál era la relación entre ellos.

Este joven, dinámico, fogoso, audaz, ya quería dominar todo. Las fuerzas del conocimiento, la posibilidad de disponer de los espíritus, de ayudar a la gente, curar los males, volar libremente por todos los mundos. Poder ser cualquiera y en cualquier momento según deseo. ¡Quería todo! Pero por ahora sólo le esperaba una prueba bastante compleja, encontrar al Gran Chamán y presentarse ante él para su formación. Kuday Kam nunca se detenía por mucho tiempo en un lugar. El seguía la llamada de un espíritu Ayami y marchaba a otro lugar para comunicarse con él. Pasado un tiempo que solamente él sabía, abandonaba el lugar de su estancia y se dirigía a otro. Por eso nadie era capaz de adivinar donde acamparía la próxima vez y como encontrarle. Este era el reto del chamán principiante Saosh Yant. La primera vez que se enfrentó a esta prueba abundaron los sinsabores. Se perdió en la taiga, confundido por espíritus malignos. Todo su cuerpo estaba lleno de rasguños causados por los punzantes espinos y su ropa, hecha harapos. Casi se rompió una pierna al caer por un barranco durante la noche en que escapaba de un jabalí. Hambriento, a punto de desfallecer, desesperado y enfermo, se encontró entre la vida y la muerte. No sabía hacia dónde dirigirse ni donde estaba. Sus provisiones se habían acabado y las cerillas estaban mojadas por la lluvia. Al límite de sus fuerzas y exaltado invocó a todos los espíritus que conocía. Atormentado, el joven cayó de rodillas e imploró a toda voz:

–   ¡Ayudadme, grandiosos Ayami, protectores de la tierra y el cielo! ¡Os lo ruego, ayudadme!

A su llamada respondieron los espíritus bondadosos. Lo transportaron al plano astral y ante él se presentó una hermosa mujer, grandiosa y soberbia, con vestimenta festiva tradicional, era la benefactora de la meseta de Ukok.

–   ¿Por qué gritas? – preguntó severa fijando en él la penetrante mirada de sus ojos negros.

–   Me muero, – susurró Saosh Yant con labios resecos. – Los espíritus me han desorientado.

–   ¡No me mientas! No te perdieron los espíritus sino tu propia autosuficiencia.

El joven se quedó boquiabierto ante la acusación.

–   Has confiado en extremo en TUS fuerzas. Pensaste que sin la ayuda de los espíritus tu SOLO lo conseguirías, encontrarías el camino. ¿Lo encontraste?

–   Sí, pero…

–   Lo sé todo de ti, – le interrumpió imponente. – ¡Tú ni siquiera has tomado en tus manos un ‘khomus’[1]!   Creías que lo sabías todo. ¿Lo sabes?

–   No, claro que no, – Saosh agachó la cabeza. – Ud. lo sabe todo. No se le puede ocultar nada.

–   ¿Por qué sigues ahí sentado?

–   ¿Qué debo hacer?

–   Toma el ‘khomus’ y empieza a tocarlo. Invoca a los espíritus tutelares. Que ellos te indiquen el camino.

–   Pero, yo…

–   ¡Y recuerda que sin la ayuda de los espíritus tu eres NADA!

–   Pero, que…

Sin terminar de oírle, la grandiosa mujer desapareció. El joven volvió a quedarse en la oscuridad y la soledad. Sin pensarlo más sacó su ‘khomus’, se animó y empezó a pulsarlo. El abismo de su desesperación era inmenso, tanto que él comprendía y sentía que si esto no le ayudaba, no tenía otra salvación. Ya no le quedaban fuerzas para moverse. Además, no sabía la dirección que debía tomar. Reuniendo sus últimas fuerzas y sobreponiéndose a la desesperación Saosh Yant se puso a tocar el instrumento. Al poco rato, su respiración se normalizó, su corazón dejó de palpitar agitadamente, sus pensamientos se ordenaron y le embargó una especial sensación de claridad, luz y comprensión inconfundible con cualquier otro estado. Este sentir especial de inmersión y claridad, de comprensión de todo lo que sucede a tu alrededor y dentro de ti. Sensación de plenitud y armonía con todo el mundo circundante, donde todo lo que te rodea se vuelve claro y extremadamente legible. ¡pero lo más importante! En el corazón del joven chamán surgió la ESPERANZA y la seguridad de que ahora encontraría el camino correcto. Emitió unas cuantas notas más con el ‘khomus’ y empezó a sentir claramente que se sumergía en un abismo ante el cual no tenía ninguna fuerza para resistirse. Al siguiente instante cayó al suelo y se quedó profundamente dormido. Al despertar por la mañana le costó comprender lo que había pasado. Empezaba a clarear. Los primeros rayos del sol iluminaron en derredor con su tenue luz rosa.

–   ¿Qué me ha pasado? – se preguntó Saosh mientras se sacudía el sueño nocturno. – ¡Parece que me he perdido! ¡Y luego!.. – Su rostro resplandeció. – ¡Ya recuerdo! ¡La Ayami! Claro que sí, la Ayami… Ella me ayudó. Y además: “¡Sin los espíritus tu eres nada!”. Ese es el legado que me ha dejado.

De nuevo tomó el ‘khomus’ y volvió a tocarlo. Al poco se oyó el cercano alarido de un ave.

–   ¿Tengo que ir hacia allí? – se preguntó Saosh esperanzado.

El chillido se repitió. Era como si el pájaro le indicara el camino.

–   Bien, – se entusiasmó. Y tomó la dirección que señalaban los espíritus. El ave levanto vuelo y, durante un tiempo, continuó avanzando en esa dirección.

–   ¡Vaya! Si que he recuperado bastantes fuerzas, – se dijo sorprendido.

En realidad, su cuerpo estaba colmado de una increíble e inmensa fuerza, cuyo origen él no era capaz de explicar. Como si la noche en que estuvo al borde del desfallecimiento y la desesperación no hubiese existido. Se encontraba lleno de fuerza joven, deslumbrante y dinámica. Le parecía que en los pies le habían crecido alas y que en lugar de andar, flotaba sobre el suelo.

Saosh disfrutaba de la caminata. Al llegar al río bebió en abundancia, se lavó y sentándose en una piedra se puso a tocar el arpa de boca invocando una vez más la ayuda de los espíritus. De inmediato, sobre las copas de los árboles que se erguían a su izquierda y río arriba el viento empezó a silbar.

–   Gracias, espíritus, por ayudarme, – dio las gracias Saosh y retomó su camino.

Pasaron varias horas hasta que llegó a un pintoresco valle de montaña rodeado por infranqueables picos nevados. Fue entonces cuando le pareció percibir que la Fuerza que le había acompañado todo ese tiempo le abandonaba. Ahora dudaba hacia dónde dirigir sus pasos. Ante él se extendía el hermoso valle cubierto por el manto dorado de hojas caídas, en sorprendente combinación armoniosa con las blancas cumbres lejanas y el azul cristalino del cielo.

–   ¿SIN LOS ESPÍRITUS NO ERES NADA? –  oyó de repente a sus espaldas una voz harto conocida.

–   ¡Kuday Kam! ¿Eres tú? – emocionado se giró el muchacho. – ¿Cómo lo has sabido?

–   Querido mío, no sólo ahora. He sabido siempre todo lo que te acontecía. ¿Cómo estás?

–   ¡Bien! ¡Muy bien! – repitió Saosh Yant.

–   ¿Bien? – Kuday Kam miró irónico la ropa desgarrada y la rodilla desnuda asomando por la tela rota de los pantalones.

–   ¿Esto? Me caí, – Avergonzado, Saosh Yant cubrió su rodilla. Al instante asomó traicioneramente su codo por la manga rasgada.

–   ¡JA, JA, JA! – carcajeó alegre el Gran Chamán descubriendo el brillo de sus fuertes y sanos dientes.

¡Era una risa llena de fuerza y bondad! La risa de una persona que realmente era feliz. Integra, jubilosa, potente. ¡Grandiosa!

–   Vale, entremos en mi ‘chadyr’. No está de más que te cambies… Así aconteció el primer encuentro real entre Saosh Yant y su Maestro, el Gran Chamán Kuday Kam.

[1] Nombre que los habitantes de la región de Altái dan al arpa de boca de madera.

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