CHAMANISMO SIBERIANO. Katu-Yaryk

Las curvas zigzagueantes y sinuosas del camino, encastradas en los riscos y semejando el trazo de un rayo centelleante en la oscuridad, le llevaban cada vez más arriba. Mientras subía, Saosh Yant se acordó de cuando era un niño y vio por primera vez estos lugares, entonces aún no existía el camino. Había un sendero por el que su abuelo le llevaba desde el pueblo de Ulagan al lago Teletskoye.

Recordó cuando con tres años iba sentado sobre el vigoroso lomo del caballo por delante de su abuelo y sus maravillados ojos se embebían de la belleza circundante. Le parecía un mundo de cuentos y un mundo severo al mismo tiempo. Majestuosas laderas de montañas con sus cascadas plateadas. Nubes flotando en lo alto del cielo, en verano, y colgadas como largas barbas, casi rozando el suelo, en invierno. El magnífico e infranqueable cauce del río Chulyshman y, ¡cómo no!, el lago Teletskoye, espejo frío e inaccesible extendido entre los abruptos riscos; todo le parecía riguroso, solemne y un tanto pavoroso, pero él no sentía miedo, porque iba acompañado de su sabio y entendido benefactor y protector, su abuelo. Saosh sabía que todo iría bien. Sabía que la majestuosa y severa belleza de esos lugares le era benevolente. Siempre fue así.

Ya desde su temprana infancia él había sentido el amparo de una inconmensurable poderosa Fuerza, de la cual desconocía su razón de ser, pero la sentía siempre, como si ésta le protegiera en todo momento de su vida. La incuestionable conciencia de saber cómo actuar nunca le fallaba, por ello él estaba muy agradecido.

Algo, claro está, que no se podía decir del resto de la gente. Por ejemplo, el sendero que existió con anterioridad al camino actual sacrificó no pocas vidas de jóvenes osados, a muchos se llevó consigo Erlik Khan, mozos guapos y fuertes, se pensaba que siempre sería así hasta que dos máquinas explanadoras en el ocaso del pasado siglo trazaron en la ladera de la montaña una sinuosa senda de suave declive por el que ahora nuestro protagonista ascendía. A cada vuelta, después de cada curva, iba acercándose a la cima mientras contemplaba los soberbios alrededores.

Ahora no los veía como algo fabuloso, pero sí igual de bonitos e indescriptiblemente hermosos. Al frente del paso, en la otra cara del desfiladero, saltaba desde los riscos una cascada cual barba plateada, un poco más arriba de su caída se vislumbraban las blancas cumbres de las eternamente inalcanzables montañas.

–   ¡Oh, Altái, mi Altái! – suspiró contento Saosh, contemplando lo que le rodeaba. – ¡Cuán poderoso, grandioso y hermoso eres! ¡Mi adorada tierra! En ti está mi vida, a ti estoy unido por toda la eternidad.

Tras contemplar la belleza circundante continuó ascendiendo, al llegar a la mitad del camino se detuvo para recuperar fuerzas y se volvió a ver los restos de un coche volcado, parecía de la marca Moskovich.

“¿Qué es eso?”  – se preguntó mentalmente, en lugar de una respuesta, por su mente paso como un rayo, como la anterior vez, una escena completa. El vehículo descendía y como de costumbre iba repleto de bártulos, dentro, junto a la gente, había alfombras, provisiones para todo un mes y muchas otras cosas en fardos. ¡Había de todo! Incluso un par de gansos y una gallina. Viajar en esa época del año era una locura, pero el conductor no calculó sus fuerzas y confiaba en la suerte. El Moskovich frenaba continuamente su marcha para no salir desbocado, bajaba lento pero seguro. Al principio todo iba bien. Sin embargo, tras haber realizado medio recorrido, el líquido de los frenos empieza a hervir y las pastillas se sobrecalientan y el descenso por el surco se torna incontrolable. El conductor da un volantazo desesperado en dirección contraria al vacío, el coche se encuentra con un inoportuno peñasco en la ladera, pierde equilibrio y vuelca sobre su techo.

“Gracias a Dios que sobrevivieron” – respiró aliviado Saosh Yant y recordando el desafortunado caso con el Zhiguli que había visto antes, continuó andando.

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