CHAMANISMO SIBERIANO. El aliento de Erlik

El joven chamán se preparaba para una próxima visita a su benefactor, pero como en la anterior vez, desconocía el lugar. Sólo sabía que cuando llegaran las nieves debía empezar su camino. ¿Hacia dónde?

Sin saber qué hacer, Saosh Yant se sentó en un gran tocón, resto de un viejo roble, y se puso a tocar su ‘khomus’. Había luna llena. La plateada y fría luna se elevó sobre las montañas extendiendo en derredor su triste y mágica luz. Ella le azuzaba: “¡Ve, marcha ya, Saosh Yant! ¡El tiempo pasa!”. Él, ensimismado, continuaba pulsando el instrumento olvidándose de todo. Cierta vez, Kuday Kam le dijo: “Todo lo que hagas, amigo mío, hazlo con total entrega. Entonces alcanzarás el éxito. Si no, ¡mejor ni lo hagas! No pierdas tiempo”. A Saosh le quedaron grabadas estas palabras para toda la vida. Ahora estaba totalmente entregado, con todo su ser, a la pulsación de su arpa, invocando a los espíritus tutelares. Éstos se le presentaron y le señalaron el camino. Sin mucho pensarlo, tomó sus cosas (ya preparadas con antelación) y se puso en marcha. Su madre y su padre le siguieron con miradas comprensivas.

–   Va donde Él, – murmuró la madre con temor y piadoso respeto.

–   Déjalo, – asintió con la cabeza el padre, – es su camino. No se lo impidas.

–   Al menos se hubiese despedido al partir, – suspiró la mujer.

–   Volverá. No te preocupes madre. Vamos a dormir.

Ellos entraron mientras que Saosh Yant seguía el camino señalado por los espíritus.

Tomó rumbo hacia la montaña Altái a través de la taiga montañesa, cuando empezaba a deambular los espíritus corregían su andar con señales como el vibrante chillido de un azor que volaba llevando en sus garras una presa o el silencioso y rasante vuelo de una lechuza. Voló tan cerca que Saosh Yant alcanzaba a vislumbrar su blanco vientre. Otras señales eran el inesperado y rápido correr de un corzo, el lomo furtivo de un ciervo, el repentino soplo del viento con su prolongado susurro entre las desnudas copas de los árboles…, la dirección que llevaban era la que él debía seguir. Así, paulatinamente, paso a paso, señal tras señal, Saosh llegó al valle del río Chulyshman.

Las inaccesibles y abruptas laderas de las montañas rodeaban este soberbio y apartado río. Corriente abajo se encontraba el lago Teletskoye. Este lugar era considerado desde antaño el reino de Erlik, Dios y señor del inframundo. Se creía que en el fondo habitaba Erlik Khan. Cada año se llevaba como mínimo a diez personas, a veces más, para satisfacer sus inquietas entrañas. Incluso se decía que los buzos que se sumergían en las profundidades del lago Teletskoye emergían con el pelo cano, perdían durante mucho tiempo la facultad del habla y no respondían a pregunta alguna. Daba la sensación de que acababan de tener un encuentro cara a cara con el mismísimo Erlik. Cuando volvían en sí, contaban que en el fondo habían visto los cadáveres de gente que se habían conservado durante siglos incorruptibles porque en esas frías aguas no resisten las bacterias. Azulados y terriblemente hinchados, deformados por el tiempo, los mismos peces no habitaban tan profundo con tal frío, ni ellos eran capaces de alimentarse de esos cuerpos. Así, la belleza externa del lago se opacaba con esta aura severa, misteriosa, despiadada e incluso siniestra.

Ésta también era la naturaleza del desfiladero del río Chulyshman. Este lugar emanaba frialdad, rigurosidad, severidad.

Saosh Yant se encamino hacia el nacimiento del río. Después de dos días de camino llegó al paso de Katu-Yaryk, que significa “garganta”, “desfiladero”. La senda creada que permitía el ascenso desde el fondo de la vaguada hacia la cima parecía una cinta serpenteante colocada sobre una pendiente relativamente suave, aunque no podía llamársela pendiente suave. Se había habilitado a finales del siglo pasado y facilitaba la vida de muchos de los lugareños, facilitó, pese a que también se llevó la vida de algunos.

Cuando Saosh Yant se acercó por completo al paso, vio el destrozado armazón de un automóvil que como recuerdo se encontraba al pie de la pendiente.

“¿Qué habrá pasado aquí?” – pensó receloso Saosh Yant.

Entrecerró los ojos, se concentró, volvió la cabeza hacia los restos del vehículo y en ese mismo instante tuvo ante sí el cuadro completo. Un coche pequeño y viejo, parecido a un Zhiguli, desciende por el sinuoso paso de montaña. El interior está a rebosar de un variado equipaje, muchos fardos, sacos y maletas. Unas cajas, rollos y canastos. Los pasajeros casi no tienen sitio entre todos estos enseres. ¡También hay una cabra! Bala lastimeramente, aunque ya nadie le presta atención. Así, curva tras curva, pendiente tras pendiente, el auto se va acercando a su ansiado destino. Todos guardan silencio, el conductor está nervioso, pero no lo demuestra, son sus palpitantes maxilares los que le traicionan. En el interior del vehículo reina un tenso silencio. Acercándose a la mitad del paso se siente un peculiar olor, un olor difícil de confundir o de olvidar, el experimentado conductor comprende lo que pasa, es el tufo que expelen los frenos sobrecalentados. En el segundo siguiente, los frenos no responden, el coche sale desbocado y en la siguiente curva pierde la dirección y se despeña hacia el abismo. Un corto vuelo y el impacto contra la tierra…. Incontables volteretas del vehículo hasta el mismo fondo del desfiladero…

–   Vaya, – inquieto pensó Saosh Yant. – Las montañas no perdonan las insensateces. Así como tampoco los errores, seguro que había señales que la gente del vehículo pudo haber entendido. Algún acontecimiento menor, un desajuste, un obstáculo, en fin, alguna sensación agobiante, de incertidumbre. Siempre hay que tomar en cuenta estas sensaciones, pero ellos no hicieron caso. Lo negaron, se dijeron. “¡Pasará! ¡Tendremos suerte!” He aquí el resultado. Yo aprenderé de este ejemplo. Escuchar lo que me diga mi voz interior. ¡Estar atento a todas las señales que se me presenten de cualquier lado! A lo que me trasmitan los espíritus.

–   ¡Reposo a vuestras almas, hermanos! ¡Descansad en paz! ¡Qué os acompañen los Dioses!

Pronunciando estas palabras, Saosh Yant hizo una reverencia hasta el suelo y guardó silencio mientras observaba el deformado chasis del vehículo, luego se giró y empezó su ascenso por la angosta senda que cruzaba las montañas.

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